POLÍTICA, NO POLITIQUERÍA
Pero entiéndase bien lo que preconizamos como política, organización de partidos políticos de principios, de una manera permanente, destinados a trabajar continuamente en el estudio de nuestros grandes problemas y cuyos componentes no dediquen exclusivamente todo su tiempo a la política sino que pasadas las crisis electorales, sólo queden funcionando normalmente los núcleos directores del partido.
Es necesario que definitivamente sepamos los mexicanos sacudirnos de ese terrible mal que nos hace supeditarlo todo a la política menuda, a la politiquería, que consume tantas energías y agota tantas voluntades y malgasta tantos esfuerzos.
¿Será posible que alguna vez, insistimos, la elección de un presidente municipal, de un gobernador, de un diputado o del mismo presidente de la república sea un hecho tan natural y tan sencillo que sólo conmueva temporalmente a la sociedad, y monopolice por muy poco tiempo todas sus actividades?
El tránsito de esos personajes por el poder es necesariamente corto en comparación con la vida misma; y sin embargo, es tal la influencia que esos personajes llegan a ejercer en todas las funciones sociales que su encumbramiento, su actuación y su historia, absorben por completo la atención de los mexicanos pensantes con detrimento de todas las demás actividades.
Por una parte, la ramificación del poder público que a todos por igual afecta, a unos en bien y a otros en mal; y por otra, nuestra precaria situación económica, que necesariamente y no sin razón atribuimos a la mala gestión de los funcionarios públicos, dan al problema político el carácter absorbente y agudo que hoy tiene.
No debemos rehuirlo, sino apresurar su resolución. El día en que todos los negocios tomen un serio incremento, con la atinada y enérgica explotación de nuestras riquezas naturales, y por tanto se experimente una real mejoría económica, los ciudadanos tendrán otros derroteros por donde encauzar sus energías y satisfacer sus legítimas aspiraciones de mejoramiento individual y colectivo.
Entonces, para ellos, la elección de Juan o Pedro y su permanencia en el poder, será obra de poco momento. Habrán preparado una hábil y acertada elección, y esperarán tranquilos el cumplimiento del programa de gobierno que ellos mismos han fijado.
Lograrán sacudirse de la politiquería, de esa funesta politiquería que entre nosotros todo lo ha prostituido: los más nobles y bellos sentimientos, el patriotismo, la religión, la masonería, la vida familiar y hasta las instituciones de carácter benéfico.
Allí están como un ejemplo, las llamadas instituciones de beneficencia desnaturalizando su misión, pisoteando su nobleza y politiqueando, unas con su mentida neutralidad y otras con su declarado reaccionarismo. Allí está una de ellas entrando a la ciudadela en los días de la Decena Trágica al amparo de su bandera respetable, no para levantar heridos y remediar desgracias, sino para llevar víveres, informes, dinero, aliento, refuerzos a los criminales que, en nombre de una dictadura hereditaria, provocaron la caída del gobierno constitucional y ensangrentaron por muchos años el país.
El ejercicio pleno de nuestros derechos políticos habrá de llevarnos por el mejor de los derroteros; pero el virus de la politiquería gangrenará irremediablemente el organismo nacional si no lo tonificamos con esta fórmula de inefable aplicación: trabajo y estudio, lejos de la mefítica influencia del pantano oficial donde se incuba la politiquería.
RESPONSABILIDADES POLITICAS DE LA REVOLUCION
En pocas palabras: la Revolución social mexicana ha contraído esta responsabilidad: la de remediar todos los males que ha descubierto; Y algunos de los cuales he señalado.
No debemos hacer responsables a los funcionarios que han surgido de la Revolución a la gobernación de la república, de los errores en que hayan incurrido tanto en el periodo preconstitucional como en el constitucional. Tengamos en cuenta la anormalidad de la situación, la anarquía que ha reinado y la ninguna preparación que esos funcionarios tuvieron para afrontar con éxito las labores que la casualidad les deparó.
Lo imperdonable en nosotros sería que, observados, anotados y clasificados esos errores, persistiéramos en ellos en lo futuro: sería ésta una señal inequívoca de que nuestra Revolución sólo ha servido para cambiar hombres en el poder, pero no sistemas, que son precisamente los defectuosos.
Y si al entrar a la lucha dijimos que íbamos a combatir a los tres enemigos mortales del pueblo: el caciquismo, el pretorianismo y el cIericalismo, que son los tres sostenes de las dictaduras; que no nos quede la mácula de haberlos substituido con el caudillaje y jacobinismo, que son igualmente perniciosos.
EL GOBERNANTE Y LA CORRUPCION DEL MEDIO AMBIENTE
Es casi humanamente imposible que un funcionario público mexicano sea honorable en el desempeño de sus deberes oficiales.
Todo conspira en su contra; se siente fatalmente empujado al delito; es necesario que claudique de sus ideales; que ocupe a "los amigos", que "tolere", que cierre los ojos so pena de conquistarse un enemigo en cada persona que no obtenga lo que pide o a quien se le corrija el mal que hace.
Puedo hablar de este asunto por las experiencias que he tenido durante mi vida pública, y especialmente cuando fui gobernador de Yucatán. Siempre procuré ser estricto en el cumplimiento de mis deberes y escrupuloso en el manejo de caudales, procurando no hacer ni permitir gastos inútiles. Siempre exigí el cumplimiento de sus deberes a todos, concediendo toda mi estimación al que desempeñaba la tarea que le estaba encomendada y a los que se mostraban enérgicos, iniciadores, agresivos y cuidadosos. Siempre en guardia contra la adulación, prodigué todo mi desprecio al que intentaba halagar mis pasiones.
Constantemente me decían que yo debía formarme un círculo de personas que me debieran su posición; que debería halagar a los jefes y oficiales del ejército, no exigiéndoles el cumplimiento de sus obligaciones; no castigando sus faltas y repartiendo entre ellos dinero para que fueran formándome mi partido, y yo siempre me negué a robar el dinero de mi patria para tan criminales maniobras.
Constantemente me fue repetido, aun por personas que me querían, el estribillo que en seguida reproduzco, y que constituía una lección práctica de psicología gubernativa:
-Es decir, que usted ¿no piensa formarse un partido?
-No. No he pensado sino en desempeñar mi comisión del mejor modo posible.
-Pero ¿qué va usted a hacer más tarde? Ya ve usted que los tiempos cambian y la política es traidora. Si usted no se aprovecha ahora, ya verá más tarde...
- Y ¿no piensa usted hacer algún negocio?
-No, porque no creo lícito y honrado aprovecharme de las ventajas que me da la posición que ocupo para negociar con ellas, pues como no tengo capital de ninguna especie, sólo traficando con mi puesto podría hacer negocios.
-Pero, ¿no ha pensado usted que sin dinero nadie le hará caso, y ni siquiera podrá usted poner en práctica sus ideas?
-Sí lo he pensado; pero no puedo hacer otra cosa que la que estoy haciendo.
Casi todos los que conmigo hablaron de estos asuntos sonreían maliciosamente, pensando de seguro que yo estaba representando mi comedia.
Es una creencia tan arraigada en nuestro país, que todos los gobernantes son ladrones y corrompidos, que parece imposible que haya alguno que no lo sea.
Con este criterio, cuando un funcionario público no reparte dinero, se le juzga como un egoísta que todo lo quiere para sí o como un farsante que trata de ocultar lo que ha robado.
En todo caso, si por un verdadero milagro el individuo en cuestión resulta ser un hombre de bien, habrá que alejarse de él por imbécil. Los puestos públicos según esa ética tan popularizada- son para enriquecerse y favorecer a los amigos, no para andarse con ridículas mojigaterías y con teorías absurdas.
Dentro de este ambiente de corrupción, que invade todos los centros oficiales desde el más alto hasta el más humilde, el funcionario que se corrompe es uno de tantos; y el que permanece incontaminado es un imbécil.
Culpa es, pues, en su mayor parte del medio ambiente y no del gobernante, mas todos estamos obligados a sanear el medio.
EL CLERO
Y ahora permítaseme tratar un asunto al que nuestra historia ha tenido que conceder tantas páginas: la intervención del clero en los asuntos políticos de nuestra patria.
En el extranjero se ha extendido la creencia de que en México se ha perseguido a los sacerdotes sólo por la maldad que predomina en todos los actos de un pueblo bajo, soez y bestial.
Se ha difundido la idea de que esa persecución es instigada por un grupo de demagogos, Y que se ha extremado durante la Revolución sin más objeto que destruir la religión y desterrar ese sentimiento del alma de los mexicanos.
La imaginación de los que se llaman perseguidos y de sus simpatizadores ha forjado relatos espeluznantes de saqueos e incendios de templos, de penalidades y sufrimientos impuestos a los sacerdotes y a las monjas; a veces inexactos, o exagerados, o calumniosos.
Para tratar acerca del clero en sus constantes intromisiones en la política mexicana, digamos someramente qué es el clero en México y cuál ha sido su comportamiento. Trejo y Lerdo de Tejada nos dicen:
La pobreza ejemplar, la humanidad e indiscutible virtud de los primeros misioneros y frailes constituyó indudablemente una labor santa y humanitaria, que es acreedora al respeto y universal admiración; pero a medida que las órdenes religiosas aumentaban y se multiplicaba el número de frailes, se convirtieron en instituciones poderosas, ricas de bienestar, de holganza y fueron lentamente desapareciendo las primitivas virtudes y pobreza ejemplares, para dar lugar a una corrupción y a una marcada y progresiva tendencia de acumulación de toda clase de bienes y de riquezas.
Salvo lo transcrito, el clero en nuestro país jamás se ha limitado a ejercer sus funciones espirituales: comerciante, agricultor y usurero la mayor parte del tiempo, y conspirador político siempre y con todo motivo; no ha sido sino enteramente natural que sufra las consecuencias de su actuación.
El clero llegó a poseer casi toda la riqueza del país y a ejercer un predominio tal en todos los órdenes de la vida nacional, que su absolutismo constituía un obstáculo inamovible en el camino de nuestro desarrollo; ha empleado todos los recursos morales y materiales en mantener su hegemonía política y económica. Conspirando siempre, metido en revueltas y asonadas, ha llenado el territorio nacional de escombros y de sangre.
¿Hacer historia? ¿Para qué? Allí están todos esos volúmenes que narran la serie de conflictos provocados por el clero con las autoridades virreinales, a pesar de que éstas eran muy religiosas. Esos conflictos jamás fueron ocasionados por cuestiones de fe, del dogma o de la disciplina; sino por causa de semillas, de terrenos, de encomiendas, cofradías, hipotecas o por puestos públicos e influencia política.
Durante nuestra vida independiente son innumerables las asonadas, motines y revueltas promovidas por ese elemento; y nadie ignora la participación tan determinante que tomó en la obra de traer al país un ejército extranjero que fusilara millares y millares de mexicanos.
¿Quién no sabe que ese grupo funesto ha organizado pronunciamientos contra el gobierno civil en los precisos momentos en que un invasor extranjero se abría paso hacia el corazón del país?
¿Quién ignora que el invasor francés entró a Puebla pisando flores arrojadas por los frailes, después de pasar por encima de los cadáveres de los soldados mexicanos, caídos en la defensa de su patria? ¿Se ha olvidado, acaso, que ese mismo clero cantó un Te Deum por la gloria conquistada por el ejército francés, que acababa de matar a los mexicanos que defendían heroicamente a su patria?
¿Puede darse una prueba mayor de ignominia y de infamia?
¿Qué de extraño tiene que el clero haya sufrido las consecuencias de sus actos?
¿QUE ES SER REVOLUCIONARIO?
Revolucionario es el hombre de ciencia que con un invento cambia totalmente los métodos de transporte, la fabricación de telas o la transmisión de los sonidos.
Revolucionario es el sabio que después de largos años de pacientes investigaciones, introduce una revolución en los métodos curativos.
Revolucionarios han sido los reformistas que ya en el terreno metafísico, ya en el social, ya en el económico, han preconizado nuevas doctrinas, han descubierto nuevos horizontes, y han conmovido al mundo con sus palabras demoledoras de viejos prejuicios, engendradoras de nuevas energías, reveladoras de nuevos derroteros.
Pues bien: debemos calificar de revolucionario, en la noble acepción del vocablo, al mexicano que, ansioso por mejorar las condiciones en que se encontraba, y aún se encuentra nuestra patria, ha consagrado su vida y con su vida todas sus energías, todos sus intereses y todas sus fuerzas para lograr la mejoría de nuestra patria, y que sea ésta la resultante práctica de la Revolución con tanto denuedo emprendida.
Lo mismo ha sido dentro de este concepto el intelectual que ha bregado en la prensa y en la tribuna por cambiar nuestra horrible situación por otra mejor, que el labriego que no ha ofrecido a esta causa más que lo que poseía: su sangre.
No son revolucionarios los que en el movimiento armado, ya tomando parte activa o pasiva en él, sólo vieron una oportunidad para encumbrarse, enriquecerse o medrar, sin que les importara un solo momento si la nación iba a mejorar o no.
Pudieron haber sido revolucionarios los que durante este periodo de luchas de angustias para la patria, se han enriquecido traficando con los jirones de carne y con los raudales de sangre de centenares de millares de infortunados mexicanos. Pudieron haber sido entonces, repetimos, pero hoy ya no lo son; porque en el caso muy remoto de que lo hayan sido, muy pronto y muy fácilmente lo han olvidado...
Esos tipos no son ni pueden ser revolucionaros.
¿Qué son, entonces? Nos creemos dispensados de contestar esa pregunta: el verdadero veredicto lo han pronunciado ya todos los hombres honrados...
Y por esta circunstancia, ¿debemos, entonces, abandonar toda esperanza?
No, no debemos abandonarla por el solo hecho de haber llegado al convencimiento de que las revueltas y los simples cambios de hombres en el poder público, no nos han de curar de nuestros males. He allí el peligro: que esta grandiosa Revolución social pierda tan noble carácter y se transforme en una revuelta que sólo logró la sustitución de unos hombres declaradamente malos por otros decididamente inhábiles para llevar a cabo una reforma social.
Lo que debemos hacer es reconocer valientemente, parodiando a Desai en Marengo, que la batalla está perdida, pero que aún hay tiempo para ganar otra; y esa nueva faz de la lucha somos nosotros los revolucionarios quienes tenemos que sostenerla, ya no en los sangrientos campos de batalla, sino en los más nobles y gloriosos de la idea.
Hemos equivocado el camino: reconozcamos como hombres nuestro error, y marchemos llenos de fe y de entusiasmo por las nuevas sendas que nos marcan el deber y la ciencia.
Es a nosotros, los revolucionarios, a quienes corresponde iniciar el movimiento, ya que llevamos encima las tremendas responsabilidades de haber embarcado a la nación en esta aventura. Y ya que nosotros destruimos el antiguo orden de cosas: derrocamos un gobierno y cubrimos de ruinas el territorio nacional; y ofrecimos al pueblo que de aquellas ruinas resurgiría fuerte y esplendorosa nuestra patria, por la acción de nuestros esfuerzos; ya que todo eso lo hicimos de buena fe, no demos el ejemplo de traición y de cobardía, declarándonos impotentes para cumplir nuestros solemnes juramentos.
Se me interrogará: pero, ¿dónde están los hombres que sean capaces de dedicar su vida entera al estudio, a la resolución de estos problemas, austera, silenciosamente, sin pedir ni cobrar premio por su acción? Yo contestaré que esos hombres existen, y que su tipo está magistralmente descrito por un célebre escritor [no se cita el nombre]:
Inflexibles y tenaces porque llevan en el corazón una fe sin dudas, una convicción que no trepida, una energía indómita que a nada cede ni teme, suelen tener esperanzas urticantes para los hombres amorfos. En algunos casos pueden ser altruistas, o cristianos en la más alta acepción del vocablo, o profundamente afectivos. Presentan entonces uno de los caracteres más sublimes, más espléndidamente bellos y que tanto honran a la naturaleza humana. Son los santos del honor, los poetas de la dignidad. Siendo héroes, perdonan las cobardías de los demás; victoriosos siempre ante sí mismos, compadecen a los que en la batalla de la vida siembran, hecha jirones, su propia dignidad. Si la estadística pudiera decirnos el número de hombres que poseen este carácter en cada nación, esa cifra bastaría, por sí sola, mejor que otra cualquiera, para indicarnos el valor moral de nuestro pueblo.
¿Tenemos hombres de esta especie en nuestro país? Yo afirmo que sí; y que también los hay en número suficiente para demostrar la grandeza moral de nuestra patria. Pero para que podamos hallarlos, para que puedan surgir, preciso será que abandonemos el odioso sistema del exclusivismo.
Tomado de Salvador Alvarado. La Reconstrucción de México. 1919. |